Ya lo dije en otra entrada hace unos días, y hoy lo repito. Estoy enamorada. Mi nuevo coche es el único que sigue mi ritmo. No defrauda. Hoy hemos hecho nuestro primer viaje largo juntos (607 km), incluyendo puertos de montaña, que ha subido con mucha alegría y ha bajado restaurando batería. No lo he cargado por el camino. Hemos venido "del tirón", sin parar. La verdad es que ni me he enterado del viaje. He venido escuchando música, y hemos tardado menos de lo esperado, a pesar de que la carretera de A Coruña está en obras, plagada de desvíos, y que he encontrado tres atascos saliendo de Madrid.
En uno de estos desvíos por la antigua A-6, he pasado junto al mesón La ruta gallega. Era el lugar de parada obligatoria de toda la familia. Tanto mis padres como mis abuelos descansaban un rato allí, comiendo bocadillos de jamón serrano. Parecía que estaba cerrado y abandonado. Desde que se construyó la nueva autovía, su éxito decayó. Era el lugar de transición entre la llanura castellana y el macizo galaico. Cuando veníamos, nos mentalizábamos para las curvas. Cuando regresábamos a Madrid, celebrábamos haberlas superado.
Aquellos viajes eternos, con carretera de doble sentido la mayor parte del viaje...duraban prácticamente todo el día. A mí no me importaba. Me gustaba, y cuando llegábamos a Madrid, empezaba a contar los días que quedaban para el verano siguiente.
Me gustaba ir viendo el paisaje. El mismo paisaje que he visto hoy de nuevo. Aquel grupo de árboles en el lado derecho, esa iglesia de la que sólo queda la estructura, ese puente... Parece que el tiempo no haya pasado. Es como volver a la infancia.
A veces, en aquellos viajes, imaginaba un volante entre mis manos, y las movía como si yo fuera conduciendo. Otras veces, le sujetaba la bolsa a mi hermano para que vomitase, porque solía marearse al llegar a Galicia. A pesar de eso, a mí me encantaba atravesar esa frontera invisible y tan obvia al mismo tiempo. El paisaje es radicalmente distinto.
Pasamos de la llanura árida a las montañas verdes, y más allá, el mar Atlántico esperándonos. Los primeros años, nos quedábamos en Lugo, y desde allí hacíamos escapadas a Viveiro. Entrada mi adolescencia, mi abuela se trasladó a vivir a Viveiro, y entonces el viaje terminaba en el mar.
Al llegar, mis padres se quedaban en casa organizando las cosas, y mi hermano y yo nos íbamos a la playa. Era lo bueno de ser niños. Nuestras responsabilidades en tareas organizativas familiares eran mínimas. Hoy, prácticamente he hecho lo mismo que entonces, aprovechando que he venido sola.
He llegado a casa. He dejado la maleta en medio de la habitación. He bajado al supermercado a comprar algo de comida que pudiera preparar rápido. He comido. Me he puesto el bikini y he salido directa a la playa.
Sentir la arena fina, blanca y plateada de la playa de Covas, bajo mis pies descalzos, no tiene precio. He recorrido la playa un par de veces y me he sentado a observar y escuchar las olas. Había muy pocas personas en esa playa enorme. La marea estaba casi en pleamar. En septiembre, las mareas suben más y el agua prácticamente llegaba a las dunas.
De repente, una neblina ha ido llegando a la playa, desde el mar, y ha comenzado a caer una lluvia fina, que no molesta, que cae acariciando. Yo me he quedado sentada en la arena. Con las olas acariciando mis pies, y la lluvia empapando mi pelo. No me he movido. No tenía que preocuparme de si los niños se mojarían, de si se haría tarde, de que no tenía nada preparado para la cena, o que la maleta estaba todavía abierta en medio de la habitación.
Sólo tenía que preocuparme de mí, y yo estaba feliz.
Cuando la lluvia ha cesado, he vuelto a casa despacio. Me he dado una ducha. Me he puesto un vestido y una cazadora vaquera y he vuelto a salir. Esta vez, he cruzado el puente hacia el centro. He atravesado la puerta de Carlos V, he entrado en la plaza y he recorrido las calles, bordeando el casco antiguo. Las mismas tiendas. Otras nuevas. Algunos restaurantes cambiados...las iglesias...nunca deja de sorprenderme encontrar esas iglesias espectaculares, concentradas en tan pocos metros cuadrados.
Viveiro siempre tiene ese encanto. Los años pasan, pero hay cosas que nunca cambian. Tantos recuerdos, tanta diversión, nostalgia, tristeza...Siempre tengo la impresión de que hay partes de mí que se quedaron en esas calles, y cuando vuelvo a recorrerlas, voy recogiendo esos pedazos e incorporándolos de nuevo a mí, para que estén conmigo mientras esté aquí, y cuando vuelva a irme, regresen a esos lugares de donde pertenecen.