Hace hoy, justo un año, a esta hora, estaba en la T4 de Barajas. Sentada esperando a embarcar rumbo Zurich. Viajaba sola, y junto a mí, se arremolinaban las familias con niños pequeños, esperando mientras comían bocadillos.
Hacía días que me dolía la espalda. Incluso, el día antes, no había podido agacharme para abrocharme las botas. Después, había mejorado, pero esa tarde en el aeropuerto, cuando había tenido que quitármelas para pasar el control de seguridad, me había tenido que sentar en un banco y subir las piernas para abrochar las cremalleras.
Daba igual. Lo importante era que ya estaba esperando el embarque.
Cuando había comprado el billete, un par de meses antes, algo dentro de mí me decía que esa compra era un error. Algo también me había dicho que dejase resueltos todos los trámites necesarios que los niños necesitaban para viajes escolares pendientes, antes de irme, porque luego no podría hacerlos, y que guardara bastante comida preparada en el congelador, porque no podría cocinar a mi regreso. Así lo hice. Tenía que hacer caso a mi intuición. El billete lo tenía de todos modos, y viajé.
Al salir del avión, mi pierna izquierda dejó de responder adecuadamente. Se movía, pero parecía dormida. Al subir al coche de la pareja que tenía en ese momento, sentí un dolor insoportable. Intentaba calmar el dolor cambiando de postura, pero no era posible. El Ibuprofeno tampoco funcionó cuando llegamos a su casa. No dormí en toda la noche a causa del dolor y, a las cinco de la mañana, nos fuimos a urgencias.
Allí me observaron durante horas y me dieron algún calmante que no funcionó. Los días posteriores, esperando el regreso a Madrid, fueron un infierno. Un dolor insoportable que nunca cesaba y que me impedía dormir.
La vuelta a Madrid, con necesidad de asistencia en los aeropuertos, me dio una clase práctica de lo mal que nuestra sociedad hace las adaptaciones necesarias para que las personas con movilidad reducida puedan desplazarse como el resto de personas. Me sentí feliz al llegar a casa, donde mis hijos me esperaban preocupados, dispuestos a ayudar y a ser todo lo autónomos que pudieran ser.
Después, periplo de médicos, pruebas...y ya un diagnóstico que arrojó luz a lo que me pasaba. Una hernia discal que tocaba los nervios de la pierna izquierda, pero que podría absorberse con una tabla de ejercicios, sin necesidad de operación. Una medicación que me tenía totalmente aletargada, ejercicio adecuado y rehabilitación hicieron el milagro. Pasé de la desesperación de no poder poner recta mi espalda, de no sentir mi pierna de rodilla para abajo, y de un dolor insoportable desde la rodilla hasta mi espalda, a poder volver a mi vida normal. Con dolor esporádico, eso es cierto, pero controlable.
Hace hoy, justo un año, la vida me enseñó que todo es efímero, que la salud es un regalo que no apreciamos hasta que la perdemos.
Que no escuchar el cuerpo a tiempo puede llevarte a situaciones muy complicadas.
Que no escuchar a tu intuición, puede hacer que esas situaciones complicadas empeoren.
Que la fuerza de voluntad es imprescindible para recuperar la salud.
Que tus hijos son capaces de asumir responsabilidades que no les corresponden cuando es necesario.
Que estamos aquí para aprender.
Un año más tarde, mi vida es completamente diferente.
Donde había dolor, ahora hay placer.
Donde había estancamiento, ahora hay avance.
Dicen que el dolor de espalda, además de tener una causa física, es también síntoma de estrés, depresión, frustración, ira...En este año, también estoy aprendiendo a manejar esos sentimientos, a dejarme llevar, a no exigirme tanto, a cuidarme, a mimarme, a vivir sin culpa, a ser consciente de lo que mi cuerpo pide y dárselo para prevenir que tenga que pararme para escucharle.
A todas las personas que me han acompañado y acompañan, GRACIAS.