domingo, 23 de junio de 2024

Las cosas pasan cuando tienen que pasar

Aquella tarde, me había quedado más tiempo trabajando, aprovechando que la niña estaba en el viaje de fin de curso y el niño estaba con su padre. 

Salía del trabajo sobre las seis de la tarde, con la mochila y un libro en la mano, que una compañera me había dejado para leer durante el verano. Tenía que ir al cementerio, que está cerca de mi trabajo, a pagar la anualidad por el nicho en el que descansan los restos de mi abuela y mi madre. 

En el edificio, no se escuchaba nada. A esa hora, sólo quedábamos en él las compañeras que realizan la limpieza y yo. Empujé la puerta para salir, y mientras salía, buscaba el móvil en la mochila. La puerta se cerró detrás de mí en el mismo momento en el que me di cuenta de que no tenía el móvil. Se había quedado dentro de mi despacho.

Decidida, golpee la puerta, esperando a que las compañeras me escucharan. Estuve golpeando la puerta durante unos diez minutos. La pared de cristal me permitía ver el interior del edificio. No había nadie en esa planta. Ellas debían estar en las plantas de arriba. Era posible que no bajaran a esa planta hasta que no terminasen su jornada. Una vez, me habían dicho que solían terminar sobre las ocho menos cuarto. Miré la hora. Las 18.15. Volví a golpear la puerta y el cristal, durante otros cinco minutos. La gente que paseaba junto al centro, me miraba sorprendida, pero nadie me decía nada.

Pensé en la posibilidad de irme a casa sin el móvil, pero no me gustaba la idea de que la niña estuviese de viaje y yo sin que pudieran localizarme si pasaba algo. Por otro lado, tenía que ir al cementerio, pero no sabía a qué hora cerraban. Quizás lo mejor sería ir al cementerio mañana u otro día. 

Esa idea me tranquilizó. Pensé que, al fin y al cabo, no tenía prisa por volver a casa, y al final, lo que me preocupaba era no tener el móvil por si alguien tenía que contactar conmigo. Por otro lado, no tenía ninguna manera de avisar a las compañeras que estaban dentro. No tenía sus números de teléfono ni tampoco manera de llamarlas. Vi que había un teléfono de la empresa de alarma, y pensé que una opción podría ser pedir a alguien que pasara por allí, que llamase a la empresa y a su vez, a las personas que estaban dentro, pero imaginé que la empresa llamaría a la policía, algo que no ayudaría mucho.

Finalmente, llegué a la conclusión, después de otros cinco minutos golpeando la puerta, que en el peor de los casos, a las 19.45, cuando finalizasen su trabajo, ellas tendrían que abrir la puerta. No había otra salida en el centro. 

Las 18.35. Me sorprendía lo rápido que pasaba el tiempo, en esa situación irreal. Me sentí como un personaje de los libros de Murakami, entrando en un mundo irracional donde el tiempo tenía su propio ritmo. Me sentí un poco anestesiada, como si mi cerebro estuviese intentando amortiguar el malestar que sentía por estar en esa extraña situación.

Volví a golpear el cristal durante cinco minutos más. Dentro, todo seguía vacío. Ellas no podían escucharme. La única opción era esperar a que ellas salieran. Pero, ¿qué podría hacer hasta entonces?. Sentí el peso del libro que llevaba en la mano. Hacía mucho tiempo que no leía un libro. Mi vida tiene un ritmo tan vertiginoso, que es imposible tener un rato para leer. Quizás ahora es el momento. Tenía que verme atrapada en esta situación absurda para empezar a leer.

Las cosas pasan cuando tienen que pasar, pensé. Y abrí el libro. Hablaba sobre una mujer que acababa de perder a su padre. Hablaba sobre el dolor de la pérdida y sobre la historia familiar, remontándose a la niñez de su abuela.

Las 19.20. Golpeé de nuevo la puerta, durante algunos minutos. Miré dentro, haciendo sombra con una mano, para que el sol no me deslumbrase. Nada se movía en el interior. Volví al libro. Hablaba sobre la niñez de su abuela, en medio de la guerra civil. Mientras me sumergía en esa historia, pensaba en la historia de mis abuelas, y en el móvil sobre la mesa de mi despacho.

Las 19.45. Levanté la vista y vi que una de mis compañeras salía del ascensor. La hice gestos a través del cristal, y se acercó rápido a la puerta, para abrirme. Le expliqué lo que había ocurrido y se sorprendió de no haberme escuchado. Pronto bajó la otra compañera, igualmente sorprendida. Me dieron sus números de teléfono en un papel por si volvía a ocurrir algo así.

Las cosas pasan cuando tienen que pasar. Y lo que pasó es que vi en el móvil que el cementerio cerraba a las 19.00 y que podría ir al día siguiente a pagar el nicho.

Salí antes del trabajo, no sin asegurarme que llevaba el móvil conmigo, y fui directa al cementerio. Cuando entré en las oficinas, todo estaba oscuro. Dos puertas estaban entreabiertas. Me acerqué a la que tenía el letrero "Oficina" sobre el quicio. Un hombre estaba sentado ante un ordenador, a oscuras. Me dijo que pasara, al ver que me asomaba a la puerta. Le expliqué que iba a pagar la anualidad, y me pidió que me sentara. Intentó ser amable conmigo, mientas me imprimía la factura. Le sonreí y di las gracias mientras me acordaba de todas las cosas que sabía de esa empresa, por mi trabajo. Afortunadamente, él no sabía quién era yo.

Cuando salí de aquel sitio, caminé en dirección contraria a la salida, decidida de que las cosas pasan cuando tienen que pasar. Un par de horas antes, había caído una gran tormenta, que había limpiado el aire y refrescado el ambiente de un caluroso día de finales de junio en Madrid.

En el cementerio, no había nadie. Sólo me crucé con una mujer que salía cuando yo entraba. Caminé colina arriba, recordando la última vez que había estado allí, unos ocho años antes, por el entierro de mi abuela. El nicho estaba casi al final, haciendo esquina, y allí estaba también mi madre, después de que mi padre decidiese que prefería que sus cenizas estuviesen allí en lugar de en casa.

Fui parando en la esquina izquierda de cada hilera de nichos, hasta que las encontré, a las dos. Las personas más importantes de mi vida, junto a mis hijos. Las que han hecho que yo sea yo. Las que me cuidaron y criaron cuando yo no podía hacerlo por mí misma.

Leí sus nombres inscritos. Me besé las puntas de los dedos y presioné con ellos la piedra negra. Pensé en ellas durante unos minutos. Al menos, estaban juntas, aunque no creo que ellas estén en ese sitio, sólo lo que queda de su parte física, por eso me había resistido a ir hasta entonces.

Después caminé hacia el coche, despacio, pensando que si hubiera ido el día antes, seguramente no habría tenido tiempo de ir hasta allí y de enfrentarme a ver sus nombres escritos sobre la piedra de un nicho. Imagino que esto es el principio de la consciencia de que no podré volver a verlas ni hablar con ellas. Siguen congeladas, como si se tratase de un tiempo en el que nuestras vidas nos mantienen tan ocupadas que no tenemos un rato para hablar. 

Imagino que es la manera que tiene mi cerebro de amortiguar el dolor, al igual que consigue que casi dos horas esperando ante una puerta cerrada se convierta en la oportunidad de leer un libro.

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