sábado, 3 de agosto de 2013

Carta de una trabajadora social


En estos últimos meses, los profesionales de Servicios Sociales estamos asistiendo al desmantelamiento del modelo que tanto esfuerzo ha costado construir, y que aun no cumpliendo con las expectativas, tanto económicas como técnicas que los profesionales de lo social creíamos necesarias, sí habíamos asistido a cierta estabilización y consecución de algunos logros sociales, que actualmente, van cayendo como un castillo de naipes.
Hemos pasado del tiempo de bonanza, en el que:
  • Se apostaba por la contratación del personal necesario, por lo que se podían realizar intervenciones sociales en profundidad, donde cada usuario disponía del tiempo y de los recursos técnicos necesarios para poder desarrollar un plan de intervención óptimo y adecuado a sus necesidades.
  • Se creaban nuevos proyectos especializados como puntos de encuentro, servicios de mediación familiar, programas específicos de empleo para personas con diversidad funcional, programas de inserción social para personas en situación de calle, alojamientos temporales para situaciones de emergencia, programas especializados en la intervención con familias acogedoras de menores… y, en general, todas las necesidades que se detectaban desde los servicios sociales municipales.
  • Se aprobó la Ley de Dependencia y ésta, aunque con distinta intensidad y mayor o menor acierto, fue siendo asumida por las Comunidades Autónomas.
  • Las personas que no contaban con recursos económicos suficientes podían acceder fácil y rápidamente a la Renta Mínima de Inserción, que además ya se había reconocido como derecho en la Comunidad de Madrid con la aprobación de la Ley 15/2001, de 27 de diciembre.
  • Los presupuestos para ayudas económicas eran suficientes para cubrir las necesidades de todas las personas que acudían a Servicios Sociales.
En definitiva, durante un tiempo, los profesionales de Servicios Sociales fuimos viendo cómo las reivindicaciones sociales que llevábamos años solicitando iban lográndose, y las personas que acudían a Servicios Sociales disponían de los recursos necesarios para solucionar las situaciones de dificultad que atravesaban.
Sin embargo, cuando se comienza hablar de crisis, los profesionales comenzamos a ver que desde donde empieza a recortarse es, precisamente, en los presupuestos destinados a las personas más vulnerables de nuestra sociedad, encontrándonos en la actual situación:
  • Hemos visto cómo primero, aunque el número de población atendida seguía creciendo, se dejó de contratar a personal. Por el contrario, no se cubren las bajas, se han ido amortizando plazas y se ha ido despidiendo a personal eventual, poco a poco, en un goteo constante pero lo suficientemente discreto para evitar movilizaciones por parte de los trabajadores.
  • Los proyectos especializados han ido desapareciendo o dejándolos en su mínima expresión, reduciendo personal y presupuesto. También se ha buscado la discreción, en muchas ocasiones, con el beneplácito de las empresas que los prestaban, ya que la mayoría de estos servicios estaban conveniados o concertados con ongs o empresas. Es decir, la privatización de los servicios sociales públicos es una realidad desde hace años, y ha sido bendecida y amparada por partidos políticos de todos los colores. De esta manera, cuando las cosas fueron bien, era rápido y sencillo crearlos, y ahora que las cosas van mal es fácil desmontarlos, teniendo en cuenta que el personal no depende directamente de las entidades locales.
  • La Ley de Dependencia ha ido desvirtuándose poco a poco, primero con la lentitud, confusión, o incluso, oscurantismo con la que se ha ido implantando, y después con las sucesivas modificaciones a la que la han ido sometiendo. Actualmente, el baremo se ha recortado de tal manera que debes ser un gran dependiente para que se te reconozca el derecho. Además, ha traído consigo un cambio de modelo, consistente en que las prestaciones técnicas (ayuda a domicilio o teleasistencia) que antes se prestaban por parte de las entidades locales, subvencionadas en parte por las comunidades autónomas, han dejado de ser subvencionadas y son las entidades locales las que asumen en solitario el coste de este servicio si la persona no tiene reconocida la dependencia y asignado ese recurso. Esta situación ha provocado que desde las entidades locales se hayan tomado medidas que pueden ir desde la supresión de estos servicios, a la reducción de horas, o al aumento de la aportación de las personas usuarias con más recursos económicos. En muchos casos, personas que hasta ahora contaban con este servicio, se han quedado sin él, y a expensas de que se les reconozca el recurso a través de la ley de dependencia, que ya se ha señalado antes que, por otro lado, ha endurecido su baremo, con la posibilidad de que estas personas se queden definitivamente sin posibilidades de este servicio, salvo que lo paguen a una empresa privada, que por otro lado, están proliferando ante esta situación.
  • La Renta Mínima de Inserción se ha convertido en el último año en una quimera para las personas que no cuentan con recursos económicos. Esta prestación, reconocida por Ley, y subsidiaria de las prestaciones de desempleo, subsidios o pensiones, es decir, a la que se recurre cuando se han agotado todas las demás prestaciones y se carece de cualquier tipo de ingreso o éste es mínimo, hace dos años, desde que se recopilaba la documentación desde las entidades locales y se concedía en la Comunidad de Madrid, podía tardar como máximo, tres meses. Sin embargo, desde hace algo más de un año, este tiempo se ha extendido en algunos casos hasta en quince meses, a través de interminables requerimientos a las familias de documentación ya aportada o de aclaración de situaciones que no es posible demostrar documentalmente, dada la casuística y características de las familias que se encuentran en la situación de total carencia de ingresos. Esta demora provoca una situación de indigencia y total indefensión de estas familias, a las que se apoya de la mejor manera que podemos desde servicios sociales, que en muchos casos, se tiene que limitar, por lo que se explicará en el punto siguiente, a recursos meramente caritativos (albergues, comedores sociales, bolsas de alimentos…)
  • Además de que los presupuestos destinados al trámite de las ayudas de emergencia de los municipios se han visto drásticamente recortados, en la mayoría de los casos, estas ayudas no se pueden tramitar por una sencilla y dramática situación, y es que las personas que necesitan estas ayudas, antes de quedarse sin comer o dejar de pagar su vivienda, optaron por no pagar los impuestos municipales, o por dejar de pagar a Hacienda o a la Seguridad Social. Esto implica que desde la administración no es posible concederles ayudas económicas, aunque sean de subsistencia, ya que la Ley 38/2003, de 17 de noviembre, General de Subvenciones, nos lo impide.
    Esta situación hace que nos encontremos con la paradoja de que aunque los presupuestos para ayudas de emergencia, hayan sido reducidos en los municipios, acaba sobrando dinero porque, sencillamente, la gente que lo necesita no puede, por ley, acceder a estas ayudas. 

Sin embargo, la dramática situación que acabo de describir, que es la que nos encontramos en el día a día de nuestro trabajo, no es nada comparado con la que empieza a vislumbrarse con la modificación de la Ley Reguladora de Bases de Régimen Local, que deja a los Servicios Sociales municipales, actuales prestadores de estos servicios, en meros evaluadores, que únicamente tendrán competencias en atender situaciones de emergencia. Es decir, los esfuerzos destinados en los últimos treinta años a que las personas fuesen atendidas desde la administración más cercana, pudiendo dar una respuesta rápida, ágil y eficaz a su situación, son borrados de un plumazo, retrocediendo a un modelo franquista en el que lo único que hay cerca del ciudadano es la caridad y la beneficencia.
Los profesionales de los servicios sociales nos encontramos aterrados ante la nueva situación, no porque en la mayoría de los casos supondrá la pérdida de nuestro puesto de trabajo, sino porque no sabemos qué va a ser de las personas que atendemos día a día, con las que llevamos interviniendo hace años, y sabemos que sin nuestro apoyo, en muchos casos dadas las circunstancias, meramente técnico, van a terminar de hundirse.
Nos sentimos aterrados porque parece que somos los únicos que ponemos cara y nombre a las personas que incrementan las cifras del paro y que ya se han quedado sin ningún tipo de colchón; a los que se quedan sin techo; a los que se quedan sin pan para alimentar a sus hijos; a los abuelos y abuelas que se quedan solos en casa esperando un centro de día, una residencia, un servicio de ayuda a domicilio o una teleasistencia que nunca llegará; a los dependientes que esperan que en algún momento se cumpla esa ley con la que les han engañado. En definitiva, escuchamos el grito de los invisibles, de los que les han despojado de todo y que ya no tienen ni fuerzas para luchar por lo que es suyo.

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