Las personas que me conoceis sabeis que odio la Navidad. Exactamente, odio el consumismo exacerbado y la hipocresía de la que se hace gala en esas fechas.
Normalmente, he intentado mantenerme ajena a los aspectos que me desagradan. Sin embargo, teniendo un niño la situación obliga a ciertas concesiones, y aunque aún sea pequeño, se da cuenta de que algo pasa, ve luces en las calles, visitamos más frecuentemente al resto de la familia, abre regalos -diría que romper el papel le divierte aún más que el regalo en sí-, y está más tiempo con nosotros...
Ver a un niño disfrutar de las Navidades es como volver a la inocencia, y estas Navidades ha sido mi hijo quien me ha hecho el mejor regalo.
Ocurrió la tarde previa a la llegada de los Reyes Magos, cuando nos dirigíamos a ver la cabalgata. Adrià caminaba junto a nosotros, entreteniéndose en cada esquina, y observando todo con detalle, como siempre. De repente, reparó en una chica joven sentada en el suelo, con un cartel en el que, escuetamente, explicaba su situación de calle, y junto al que descansaba un gorro de paja con algunas monedas en su interior.
Adrià se detuvo delante de ella. Imagino que preguntándose por qué estaba allí aquella mujer, triste y sola.
Tras observarla durante unos segundos, comenzó a mover una de sus manitas, a modo de saludo, mientras le dedicaba una sonrisa inmensa, llena de alegría, sincera y limpia.
Siguió saludándola mientras caminábamos alejándonos. Y pensé en lo que los adultos hemos ido perdiendo, y en la lección que mi hijo acababa de darme, mientras las lágrimas humedecían mis ojos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario