Nunca me había gustado comer carne. Recuerdo horas interminables, a partir de los dos o tres años, delante del plato, masticando incansablemente sin ser capaz de tragarme el pedazo de carne. Se me hacía "bola". No me gustaba su textura ni su sabor. Tampoco la del pescado, aunque me resultaba más sencillo masticar y tragar.
Cuando fui consciente, además, de lo que, realmente, estaba comiendo, mi desagrado por ese tipo de alimento fue todavía mayor.
Durante mi niñez, no tuve otra alternativa más que intentar negociar con los adultos no comer carne proveniente de mamíferos. De esta manera, la mayoría de la carne que comía era la de pollo. A medida que fui creciendo, y empezaba a pasar temporadas sin supervisión de mis padres, evitaba comer cualquier carne o pescado.
Sin embargo, la convivencia con mis parejas y la evitación de conflictos, unido a los eventos de socialización, me llevó a buscar un equilibrio entre mis deseos y la fluidez de las relaciones. Por tanto, seguí comiendo carne, -evitando siempre la proveniente de los mamíferos-, y pescado.
Después de tener a mi segunda hija, coincidiendo con un proceso de cambio de mi vida a otros niveles, decidí eliminar la carne por completo de mi dieta. Un año más tarde, eliminé también el pescado, aunque los eventos sociales se hicieron más complicados, donde irremediable y constantemente, mi decisión dietética era cuestionada por el resto de comensales.
Un año más tarde después de haber dejado de comer también pescado, cuando hicimos el primer viaje en velero por las Rías Baixas, ante la imposibilidad de alimentarme de otra cosa, volví a comer pescado. Mi cuerpo reaccionó ante la ingesta, con una pesadez intensa en el estómago, que continúo teniendo, cuando como algo de pescado. Hecho que ocurre sólo cuando como con alguien, ya que cuando como sola, sólo ingiero alimentos de origen vegetal.
La respuesta a la pregunta, tantas veces formulada, de si me encuentro bien sin comer carne, por supuesto que sí. Hace ocho años que no como carne y que he reducido la ingesta de pescado a la mínima expresión, y mi cuerpo está mejor que nunca. Sigo con mi hiperactividad habitual, -tanto física como mental-, mis digestiones son mucho mejores, sin la lentitud y pesadez de cuando comía alimentos de origen animal. Y lo más importante, siento que hago lo que siempre quise hacer, desde pequeña, cuando le suplicaba a mis padres o a mis abuelos, que no me obligasen a comer esos alimentos, sin suerte, debiendo olvidar durante muchos años mi reivindicación.
La respuesta a otra pregunta recurrente sobre qué les doy de comer a mis hijos, es que mis hijos comen de todo. No quiero condicionarles, y por el momento, no me piden que deje de darles de comer carne o pescado. Es cierto que teniendo en cuenta que de lunes a viernes comen en el comedor del colegio, y que el 50% del tiempo están con su padre, que sí come carne, es prácticamente imposible decidir qué dieta deben seguir. Más adelante, al igual que con la religión, mis hijos tendrán criterio para decidir en qué consiste su dieta. Espero que para entonces, lo tengan más fácil que yo socialmente, y no se les cuestione, ni se les etiquete como excéntricos por decidir no comer animales.
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