Desde hace tiempo, vengo
observando entre las parejas de amigos y conocidos, con los que comparto
características como la edad, -rondando los cuarenta años-, o la situación
familiar –parejas heterosexuales con, al menos, un hijo-, e independientemente
de si la relación está formalizada legalmente o no, que el modelo de “familia
tradicional” que culturalmente está generalizado, es insostenible.
Numerosos autores, como Rafael
Manrique (Sexo, erotismo y amor. Complejidad y libertad en la relación amorosa)
o Cristopher Ryan y Cacilda Jethá (En el principio era el sexo. Los orígenes de
la sexualidad moderna. Cómo nos emparejamos y por qué nos separamos), exponen
en sus obras el origen de la relación de la pareja monógama, una relación que
arrastramos culturalmente desde hace milenios y que actualmente aún vivimos
como la habitual, dejando patente que no es más que un “acuerdo” que tomamos
como especie en un momento determinado
de la historia. Resumiendo mucho las teorías que exponen en sus obras, este
acuerdo consiste en que el hombre es quien se encarga de buscar el sustento
fuera del hogar –la caza, el salario…-, y la mujer se encarga del cuidado de
los hijos y hacer las labores cotidianas que mantengan el hogar en condiciones
aceptables.
Este “contrato” se ha ido modificando
a lo largo de la historia. En la actualidad, en un país como España donde aún
continúa fuertemente arraigada la conciencia del nacionalcatolicismo vivida y
sufrida durante la dictadura, aún es mayoritaria la idea de que la situación
ideal es tender a la familia tradicional compuesta por madre, padre e hijos
fruto de esa relación. Sin embargo, la realidad nos está mostrando que aunque
mayoritariamente cuestionadas, cada vez es más habitual las formaciones de
familias monoparentales, reconstituidas, o formadas por parejas de miembros del
mismo sexo.
También comienza a ser habitual
que muchas personas decidan vivir solas, evitando formar ningún tipo de vínculo
familiar, sin ser estigmatizadas por ello.
¿Qué es lo que está ocurriendo?.
Desde mi punto de vista, y teniendo en cuenta las teorías de los autores antes
mencionados, el “contrato” establecido tácitamente desde hace milenios, hace
aguas porque una de las partes, la mujer, ha decidido romperlo, pese a la
fuerte resistencia de la sociedad patriarcal y machista en la que vivimos.
Cuando la mujer se incorpora al
mundo laboral, su rol cambia radicalmente, obligando también a que el hombre
asuma que es necesario modificar su rol. Es decir, la mujer ya no puede
dedicarse 100% al cuidado de los hijos y las labores domésticas porque,
sencillamente, no hay tiempo material para todo. Es cierto, y ahí nos
encontramos muchas mujeres de mi generación, que han sido muchos siglos de
sometimiento y llevamos grabado en el ADN que la responsabilidad familiar y
doméstica es nuestra. Por este motivo, aunque la teoría la tengamos clara,
muchas mujeres, entre las que me incluyo, soportamos mucha más carga de trabajo
que nuestras parejas hombres. Tampoco olvidemos que los hombres llevan grabado
en su ADN que su principal objetivo es la búsqueda de sustento fuera del hogar,
por este motivo, aunque ellos también “intenten” en algunos casos participar en
el cuidado de los hijos y en las tareas domésticas, en muchas ocasiones, esta
carga de trabajo no se reparte al 50%.
Estando en este punto, nos sentimos agotadas
y desbordadas por la carga de trabajo, sintiéndonos frustradas con nuestra vida
y la pareja que elegimos en su día, coincidiendo con la etapa de desenamoramiento
que es “normal” fisiológica y químicamente, planteándonos en muchos casos que
la relación contractual no nos compensa.
Mientras, nuestras parejas
hombres se sienten desconcertados. No entienden nuestra frustración, o rebelión
cuando somos capaces de verbalizar lo que nos ocurre. No saben cómo abordar la
modificación del contrato, o se resisten a ello.
A esta situación se suma otra
circunstancia más práctica y menos ideológica. La organización familiar y
doméstica establecida bajo la premisa de la familia tradicional. Nos
encontramos con que nos hemos comprado una casa en la que hemos contado con dos
sueldos para poder pagar la hipoteca, nos hemos organizado para que uno deje a
los niños en el cole y el otro se encargue de recogerlos, hemos repartido las
vacaciones para que los niños siempre estén atendidos durante sus descansos escolares…
En definitiva, los dos miembros de la pareja somos necesarios para poder
mantener el estatus y organización familiar y doméstica. Si a esto sumamos las
circunstancias en las que la actual crisis nos está sumiendo, el panorama es
desolador.
A todos estos ingredientes
debemos sumar la presión social y familiar, que como comentaba antes, aún está
muy impregnada de los rancios valores que nos insuflaron durante la dictadura,
donde lo habitual era que la mujer fuese sumisa y aguantase todo lo que su
marido quisiera hacer con ella. Aún es habitual encontrar a personas de mi edad
que valoran como inmorales determinados comportamientos sexuales o afectivos, principalmente entre las
mujeres, sólo porque no son los habituales. Es decir, aún en personas de mi
edad, de ambos sexos, hay mucha represión consciente e inconsciente. Cuando son
las familias las analizadas, la situación se complica, principalmente porque
nuestros progenitores mamaron el nacionalcatolicismo y han vivido parte de su
vida bajo su yugo. De este modo, puede ser habitual que sea mal visto por sus
padres que una hija decida separarse o divorciarse.
Con este cóctel nos encontramos en
la actualidad, que creo que es un momento crucial para que las mujeres tomemos
conciencia de nuestras posibilidades, que nos empoderemos, y que iniciemos el
cambio a una sociedad completamente distinta en la que la igualdad sea una
realidad y no una utopía. En otras palabras, debemos ser capaces de creernos
que somos cazadoras-recolectoras al igual que los hombres, que nada nos lo
impide, salvo nuestro ADN, la presión social, la organización familiar, y la
resistencia del hombre. Todo un reto.
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