El ser humano quiere certezas. Necesita la seguridad de que las cosas no van a cambiar, a no ser que él o ella quiera cambiarlas. Queremos que los demás se comporten como esperamos, que nos guarden fidelidad, que nos prioricen, que nos satisfagan... Dejamos que el ego tome el poder, y no nos damos cuenta de que los demás esperan lo mismo de nosotros, aunque no lo hayamos hablado ni pactado.
Entonces, nos encontramos ante una lucha de egos, en la que ninguno gana. Todos pierden porque no son conscientes de que todos tenemos libre albedrío. Todos somos dueños de nuestras decisiones. Nadie tiene el poder sobre los demás, sino sobre él mismo. Los demás deben seguir su propio camino. En ocasiones, irán paralelos al nuestro. Otras veces, tomarán una bifurcación y se alejarán de nosotros. Quizás, en algún momento, nuestros caminos vuelvan a cruzarse, o no...
La cuestión es ser consciente de que nunca hay una verdad absoluta, ni nada es para siempre, y las certezas son una ilusión de nuestra mente, que acaban cayendo como un castillo de naipes, y que hay personas, que a las que cuánto más les pides certezas, más rápido se alejan por la bifurcación que les lleve a caminos donde puedan sentirse libres, y que no hay nada más perfecto que dos personas que deciden acompañarse sin ataduras, sin obligaciones, ni certezas. Sabiendo que si sus caminos se mantienen paralelos sólo es porque los dos han decidido eso libremente, por separado, y en ese momento presente, hasta que la vida los separe.



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